¿Cómo deberíamos conmemorar el reciente 500º aniversario de la Reforma Protestante, que se considera por lo general que comenzó cuando Martín Lutero clavó sus 95 Tesis el 31 de octubre de 1517?
En nuestro recientemente editado libro, Protestantism after 500 Years,[1] mi coeditor Mark Noll y yo sostenemos que una frase del fallecido decano de los historiadores de la iglesia estadounidenses, Jaroslav Pelikan, resuena en este hito. Para que los intereses de la verdad y la unidad cristiana sean servidos al recordar la Reforma, Pelikan afirmó en una ocasión que los protestantes y los católicos deben pensar en la Reforma como una “necesidad trágica”. A los partidarios de ambos lados, siguió explicando Pelikan, les costará reconocerlo:
Los católicos romanos aceptan que fue trágico, porque separó a muchos millones de personas de la iglesia verdadera, pero no pueden ver que fuera realmente necesario. Los protestantes aceptan que fue necesario, porque la iglesia romana era tan corrupta, pero no pueden ver que fuera una tragedia tan grande después de todo.[2]
Dimensiones trágicas
Con el 31 de octubre de 2017 en mente, Noll y yo argumentamos que los católicos deberían tratar de ver por qué los protestantes, entonces y ahora, sintieron que la Reforma era necesaria, en tanto que los protestantes de todas las denominaciones tienen el deber de enfrentar las dimensiones trágicas de la Reforma. O, como lo expresó el teólogo Stanley Hauerwas, “si ya no tenemos corazones rotos por la división de la iglesia, entonces no podemos evitar celebrar [la] Reforma de manera desleal”.[3]
Sin embargo, ¿qué podría significar precisamente —si puedo insistir con la pregunta— que los protestantes, y especialmente los protestantes evangélicos, reconozcan las dimensiones trágicas de la Reforma? ¿Qué está en juego teológicamente? ¿Y qué podría significar para la Gran Comisión?
Reforma aparecieron muchos indeseables: polémicas encarnizadas, guerras motivadas por la religión, iconoclasia destructiva, ejecuciones inspiradas por confesiones, y más. La misma palabra “protestante” apareció por primera vez para designar una alianza militar en 1529. Al prepararnos para conmemorar el quinto centenario de la Reforma, haríamos bien en recordar la enjundiosa frase del humanista suizo Sebastián Castellio: “Matar a un hombre no es defender una doctrina. Es matar a un hombre”.[4]
Además, estaba el brutal antisemitismo de Lutero, y su tratamiento execrable de los campesinos, espiritistas, anabautistas y turcos otomanos, sin decir nada del escalamiento de su retórica contra el Papa como el anticristo —una retórica correspondida de buena gana del lado católico— que ha envenenado las relaciones entre protestantes y católicos por siglos.
La desunión cristiana como impedimento
Pero hay razones adicionales para reconocer las trágicas dimensiones de la Reforma. A saber, la desunión cristiana es y sigue siendo un enorme impedimento para el evangelio mismo, la proclamación del cual es y debería ser el punto fuerte del evangelicalismo. Las escrituras combinan la importancia evangélica y ecuménica. Así oró nuestro Señor por sus discípulos en lo que se denomina su oración sacerdotal:[5]
“No ruego solo por estos. Ruego también por los que han de creer en mí por el mensaje de ellos, para que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí. Permite que alcancen la perfección en la unidad, y así el mundo reconozca que tú me enviaste y que los has amado a ellos tal como me has amado a mí” (Juan 17:20-23).[6]
O, como escribe Pablo a los corintios, “Les suplico, hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos vivan en armonía y que no haya divisiones entre ustedes, sino que se mantengan unidos en un mismo pensar y en un mismo propósito” (1 Corintios 1:10). Este tipo de exhortaciones se repiten en las cartas de Pablo y en la literatura patrística primitiva.
Lamentablemente, la historia de la iglesia en la era posterior a la Reforma da testimonio amplio del papel de la desunión cristiana en el silenciamiento del evangelio. He aquí algunos ejemplos:
- Los celos y la rivalidad entre los misioneros portugueses (católicos) y holandeses (protestantes) fue un factor que llevó a la proscripción del cristianismo en el siglo XVII en Japón y la gran persecución de los conversos japoneses, según lo indica el libro de Shusaku Endo, Silence.[7]
- Antes de la fundación del estado de Israel, el imperio otomano disfrutó mucho de tener que mantener guardias apostados en la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén, solo para impedir que los cristianos divididos se tomaran a golpes, ¡en el sitio mismo donde la tradición sostiene que Cristo fue crucificado!
- En nuestro propio tiempo, cuando las iglesias intentan pronunciarse sobre temas sociales y políticos dolorosos y controvertidos como denominaciones mutuamente antagónicas, a menudo solo logran anularse entre sí, privando al dominio público de un testimonio cristiano robusto y convincente.
Hablando de denominaciones, a pesar de un bienintencionado e ingenuo vuelo a la ilusión del “adenominacionalismo”, persisten miles de versiones mutuamente excluyentes del protestantismo. Es muy probable que, si los reformadores del siglo XVII viajaran en el tiempo al día de hoy, estarían horrorizados por lo que han creado sus seguidores. “Los reformadores [primitivos]”, citando al teólogo luterano Carl Braaten, “deseaban reformar la única iglesia, y no destrozar su unidad creando innúmeras sectas cuya unidad permanece completamente oculta. El sectarismo dentro del protestantismo es un signo del fracaso de la Reforma, no de su éxito”.[8]
Impulsos ecuménicos
Por supuesto, los protestantes han reconocido frecuentemente el escándalo de la desunión y han intentado remediarlo. A fines del siglo XIX, muchos organismos cuerpos misioneros protestantes se descorazonaron ante el hecho de que sus rivalidades y peleas internas significaron llevar un evangelio dividido a los pueblos no occidentales. De hecho, la superación de esta situación fue el principal impulso para la famosa Conferencia Misionera Mundial de Edimburgo de 1910.[9] Una comisión clave de esta conferencia llevaba por nombre “La cooperación y la promoción de la unidad”. El informe de esta comisión lamentaba las divisiones cristianas, y decía que “para lograr el fin último y supremo de toda la obra misionera en (…) tierras no cristianas de la única iglesia de Cristo, debe lograrse una verdadera unidad”.[10] Este sentimiento dio origen al moderno movimiento ecuménico, un movimiento de gran trascendencia en la historia de la iglesia de siglo XX.
Sin embargo, como ocurre a menudo, este movimiento produjo consecuencias irónicas. Por un lado, el impulso misionero original que llevó a Edimburgo cayó posteriormente en la rutina y la burocracia del aparato conocido como el Consejo Mundial de Iglesias (WCC, f 1948), un organismo que pronto perdió todo celo por la evangelización. Un artículo de opinión en la revista Christianity Today en 1965 señaló agudamente: “un movimiento de unidad cristiana que comenzó en el celo transdenominacional por evangelizar el mundo ha producido un conglomerado teológico en el cual la evangelización es silenciada y el evangelio es confundido”.[11] Líneas de crítica similares pueden encontrarse también entre muchos teólogos protestantes tradicionales, como Paul Ramsey y Thomas Oden, que han criticado al CMI por reemplazar el trabajo del ecumenismo serio por gestos políticos ostentosos de inclinación izquierdista.
Por otro lado, a pesar de los impulsos evangélicos originales de Edimburgo 1910, muchos evangélicos de fines del siglo XX llegaron a asumir que el ecumenismo era algo que solo hacían los cristianos liberales y que, por lo tanto, no les incumbía.
La vergüenza por la desunión
Esto parece razonable, pero el abuso de algo no invalida el uso correcto de algo, sino solo el abuso mismo. Por lo tanto, estoy persuadido de que, 500 años después de la Reforma, los evangélicos no pueden simplemente dar un bostezo y alejarse del mandamiento de Cristo de que seamos uno. La prioridad evangélica y la ecuménica siguen yendo de la mano, según el testimonio de Cristo mismo en el Evangelio de Juan. Se mantienen en pie, o caen, juntas.[12]
No obstante, es justo preguntar qué puede hacerse en la realidad. Las divisiones que comenzaron después de 1517, además de otras anteriores y posteriores, difícilmente desaparezcan en poco tiempo.
He aquí una propuesta modesta: los evangélicos a los que les interesa la Gran Comisión deberían, como mínimo, esforzarse por avergonzarse y entristecerse más celosamente por las divisiones de la iglesia. Porque si la unidad cristiana es la oración de nuestro Señor, tal parece que no tenemos otra opción fuera de avergonzarnos —por cierto, escandalizarnos— por la verdadera situación de las divisiones de la iglesia, pasadas y presentes.
Escribiendo en términos más generales acerca de los propósitos religiosos del avergonzamiento, el pensador judío Abraham Joshua Heschel escribió en una ocasión: “Temo a las personas que nunca se avergüenzan por su propia mezquindad, envidia, arrogancia, que nunca se avergüenzan por la profanación de la vida”. “La vergüenza es una respuesta al descubrimiento de que, al vivir (…) [hemos] frustrado una maravillosa expectativa”. Además, escribió Heschel, “la vergüenza es la conciencia de una incongruencia entre los retos que enfrentamos y nuestro despilfarro de la oportunidad para enfrentarlos”.[13] En términos cristianos, hemos defraudado a Cristo, hemos dividido su cuerpo, hemos frustrado su maravillosa expectativa de nuestra unidad. En breve, hemos tropezado, ¡y esto es vergonzoso!
También es triste. Tal vez deberíamos ser entonces como Pedro, que recordaba las últimas palabras del Señor después de haber negado a Jesús tres veces. Según el registro de Mateo, “Entonces Pedro se acordó de lo que Jesús había dicho (…) y saliendo de allí, lloró amargamente” (Mt 26:75). El mantenimiento del cuerpo dividido de Cristo equivale a negar la palabra misma de Cristo.
El poder de Cristo en nuestra debilidad
Pero la vergüenza y la tristeza no deberían conducir a la desesperación. La desesperación no es una opción válida para los cristianos. Porque a menudo es en nuestra misma debilidad que el poder de Cristo más puede brillar. Este reconocimiento fue importante nada menos que para Martín Lutero mismo al formular si famosa teología de la cruz. Para Lutero, el poder divino no se revela en los poderes de este mundo, sino más bien en la debilidad de la cruz, porque fue en su aparente derrota a manos del mal que Jesús muestra su poder divino y la conquista de la muerte y de todos los poderes del mal. Tal vez, también, en nuestra propia debilidad, en aquellas cosas que deberían avergonzarnos y entristecernos, nuestro Señor, 500 años después de la Reforma, puede aún manifestar su poder en nuestras fallas, y mirarnos con una misericordia inmerecida para hacer su trabajo, de alguna forma, a pesar de las laceraciones que hemos causado a su Esposa, la iglesia.
Con este propósito, permítame concluir con una oración por la unidad cristiana que se encuentra en el Libro de Oración Común anglicano:[14]
“Oh Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
nuestro único Salvador, el Príncipe de Paz:
danos gracia para que de corazón consideremos seriamente
los grandes peligros en que nos hallamos por nuestras desdichadas divisiones.
Aparta de nosotros todo odio y prejuicio,
y cuanto pudiere impedir una santa unión y concordia;
para que así como no hay más que un cuerpo y un Espíritu,
una esperanza de nuestra vocación,
un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos,
así seamos todos de un corazón y un alma,
unidos en vínculo sagrado de verdad y paz, de fe y caridad,
y con una mente y una voz te glorifiquemos;
por Jesucristo nuestro Señor.
Amén”.
Notas
- Editor’s Note: See Thomas Albert Howard and Mark A. Noll, ed.s, Protestantism after 500 Years (New York: Oxford University Press, 2016).
- Jaroslav Pelikan, The Riddle of Roman Catholicism (New York: Abingdon Press, 1949), 46. Cf. our usage of Pelikan in Howard and Noll, eds., Protestantism after 500 Years, 15-17.
- Sermon of Stanley Hauerwas on October, 29, 2009 found at http://www.calledtocommunion.com/2009/10/stanley-hauerwas-on-reformation-sunday/.
- Cited in Frank Furedi, On Tolerance (London: Continuum, 2011), 33.
- Editor’s Note: See article by Ron Anderson and Dave Miller, entitled ‘Effective Disciple-Making: Five Simple Truths for Contemporary Church Planters’, in this November 2017 issue of Lausanne Global Analysis.
- Emphasis added.
- Editor’s Note: See Shusako Endo, Silence: A Novel, trans. William Johnston (New York: Picador Classis, 2016).
- Carl E. Braaten, Principles of Lutheran Theology (Philadelphia: Fortress Press, 1983), 58.
- Editor’s Note: See article by Mary Ho, entitled ‘Global Leadership for Global Mission: How mission leaders can become world-class global leaders’, in November 2016 issue of Lausanne Global Analysis https://lausanne.org/content/lga/2016-11/global-leadership-for-global-mission.
- Quoted in David. A. Kerr and Kenneth R. Ross, eds., Edinburgh 2010: Mission Then and Now (Eugene, OR: Wipf and Stock Publishers, 2010), 241.
- Quoted in Harold H. Rowden, “Edinburgh 1910, Evangelicals and the Ecumenical Movement,” Vox Evangelica 5 (1967): 49-71.
- Editor’s Note: See article by Phill Butler, entitled ‘Is Our Collaboration for the Kingdom Effective? Evaluating Ministry Networks and Partnerships’, in January 2016 issue of Lausanne Global Analysis https://lausanne.org/content/lga/2017-01/is-our-collaboration-for-the-kingdom-effective.
- Abraham Joshua Heschel, Essential Writings, ed. Susannah Heschel (Maryknoll, NY: Orbis Books, 2011), 54-56.
- Editor’s Note: See The Book of Common Prayer and Administration of the Sacraments and Other Rites and Ceremonies of the Church (New York: Church Publishing Inc, 1979).