Cada vez más el mundo –y arrastrados por él los creyentes– viven con la esperanza o la obsesión de poder erradicar el dolor y cualquier incomodidad de la vida cotidiana. A través de las mejoras sociales y sanitarias, el avance de la tecnología y la calidad de vida, lo que llamamos ‘el estado de bienestar’ es “la perla de gran valor” a ganar y conservar a ultranza. Occidente además se jacta de sus avances en las libertades y en el respeto a todos en una sociedad cada vez más plural y global… Todo ello está muy bien, pero no deja de ser una visión parcial del mundo que nos distancia cada vez más de una dimensión a veces muy olvidada de nuestra fe: la necesidad de sufrir y a veces a morir por el evangelio. Tanto más si pensamos en contextos hostiles a recibir las buenas nuevas.
Si el life-motif del mundo es “erradicar el dolor de la vida cotidiana en la búsqueda del bienestar”, en el primer siglo el del evangelio era –es, y debiera seguir siendo– “erradicar el mal del universo asumiendo cualquier sacrificio”. Que dicho de otra manera fue la motivación de Cristo, para asumir la Cruz como único medio de vencer al pecado y el diablo, y ofrecer el perdón al mundo.
El asesinato de 3 evangélicos en Malatya, Turquía, es un hecho harto conocido entre el pueblo evangélico en España. Fue un punto de inflexión en el que, vivirlo “en propia carne” nos obligó a reflexionar seriamente sobre el tema. Digo “en propia carne” por dos motivos. Por una parte nosotros lo vivimos en el país, in situ , y conocíamos a las víctimas. Lo que hace que algo así se encaje de manera muy diferente a las noticias que a veces corren por los medios de comunicación sobre esta o aquella agresión a creyentes en países que nos son muy lejanos.
Por otra parte, muchos creyentes en España se volcaron para expresar su apoyo silencioso pero firme ante muchos ayuntamientos del territorio nacional. Ni siquiera en Alemania hubo tal movilización, a pesar de que una de las víctimas era un ciudadan o alemán . ¿Por qué sí en España? Creo que muchos también los sintieron como si fuera “en propia carne”.
Quizás por dos razones: la primera, por el hecho de que muchos conocen de nuestro ministerio en Turquía, lo que hace más fácil ponerse en la piel del o tro. Dado que algunos de los afectados por los hechos de la noticia – nosotros – tenían rostro, nombre y apellidos.
La segunda razón es el carácter solidario del pueblo español, y por extensión, de los creyente evangélicos. ¿Por qué somos el país con mayor número de donación de órganos? ¿Por qué se dan una de las mayores tasas de recaudación para obra social? Incluso mirado desde otra perspectiva, ¿por qué somos el país latino que envía más misioneros al mundo? Esto es, de confesión católica… Creo sincera mente que es por un sentir innato nuestro, de identificación con los que sufren. !Y esto es Evangelio!
En este punto quisiera hacer uso de un extenso extracto de un artículo mío en la revista “Connections”, publicación de la Comisión de Misiones de la Alianza Evangélica Mundial:
En Turquía, después de los atroces asesinatos de nuestros hermanos Necati Aydin, Ugur Yucel y Tilman Geske, son tres las preguntas que nos hacemos: ¿Por qué lo permitió Dios? ¿Ahora qué va hacer el Señor? Y ¿cual debe ser nuestra reacción?
¿POR QUÉ LO HA PERMITIDO EL SEÑOR?
Como es bien sabido la palabra “mártir”, que hallamos en el Nuevo Testamento, significa testigo, y “maritirio”, testimonio. Ambos llegaron a ser tan inseparables (martirio y testimonio) que intercambiaron su sitio en el vocabulario cristiano.
Ignacio Mártir, obispo de Antioquía (hoy en el Sureste de Turquía) y condenado a principios del siglo segundo (hacia el 117 d.C.) a la pena máxima, suplica en su viaje hacia Roma, donde se ejecutará la sentencia, para que nadie intente arrebatarle este honor. Se dirige a siete iglesias por las que pasa cerca, de camino a la capital del imperio. Y su temor es que los hermanos puedan hacer algo que le conmute la pena… No se trata de literatura beatífica o de mortificar la carne, sino del espíritu de la iglesia primitiva, aquella que transformó el mundo y proporcionó la base a un cristianismo victorioso que prevaleció y resistió al embate de los siglos y de su degradación interna.
Pero la palabra nos insta a: “Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, VOSOTROS TAMBIÉN ARMAOS DEL MISMO PENSAMIENTO…” (2Pe.4:1). Pedro en su segunda epístola menciona 23 veces “padecimientos”, “aflicciones”, “ultrajes”, “injurias”… Pero su mensaje es un mensaje de esperanza: “Él tiene cuidado de vosotros” (5:7), pero a la vez, de realismo: “…los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo” (5:9). Asumir el sufrimiento y la posibilidad del martirio no es – no debe ser – un freno disuasorio sino un arma. ¿Contra qué y cómo funciona? Contra la muerte… Y funciona porque vence al miedo. Muchas veces el miedo se alimenta más de la incertidumbre, de lo desconocido, o de lo imaginado, que no del daño o el dolor ante el que se retrae. Si asumimos lo peor, todo lo que ocurra será siempre mejor.
Pero no hace falta que lleguemos al extremo de la muerte física, padeciendo el martirio por la fe. La misión es muerte porque requiere de todos abnegación. Requiere que todos arriesguemos (en términos humanos), requiere que nos neguemos a nosotros mismos y a lo nuestro. Nuestra cultura, nuestra comodidad, nuestro futuro, nuestros hijos e hijas, nuestros bienes, nuestros hermanos y hermanas más útiles en la obra, nuestra planificación, nuestras inversiones en tiempo, en oración, en viajes, en medios… Y sólo si hemos asumido lo que puede llegar a ser el coste máximo, todo lo demás nos parecerá pequeño y poco ante la gran empresa.
Sólo entonces nuestras preguntas ante lo peor empezarán a recuperar el sabor del primer siglo: En vez de “¿Por qué lo permitió el Señor?” más bien preguntaremos: “¿Por qué sigo yo aun con vida? ¿Para qué me has dejado en este mundo? ¿Cual es la vida que debo llevar y la obra que aun debo concluir?”; ó “¿Por qué no he muerto todavía a mi ego, a mi comodidad, a mi mundo reducido, a mi visión todavía mundana (centrada en este mundo) de la vida, a mi miedo a darlo todo, a aquellos obstáculos en mi o mi alrededor que me frenan en la entrega de mi vida por el Evangelio…?”
¿Qué ocurrirá entonces? “Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso” (2Pe.1:7). ¡Cristo volverá a ser precioso a nuestros ojos! Volverá a ser el todo. Volverá a ser el primer amor… ¿O acaso no lo deseamos?
Inmediatamente tras las muertes de Malatya algunos empezaron vaticinar: “¡Ahora llegará el avivamiento!” No soy yo quien se atreva a decir cuando llegará el avivamiento. Pero pienso que nuestra reflexión debe ser más profunda.
Entiendo que a veces la única manera de redimir los pecados de un sector de la humanidad (no en el sentido de llegar a ser sacrificio sustitutorio, pero sí como portador del mensaje), es sufrir injusticias hasta el pun to en que Dios quebrante la resistencia de los corazones, ante el horror de los hechos. Así Dios quiere incrementar en intensidad su misericordia y permite que las reacciones sean más atroces… ¡Hasta que el horror rompa con el dique de resistencia! En ti empos de la represión romana el propio Cornelio Tácito (55-117 d.C.) llega a decir ante el horror de la persecución: “…esta gente [los cristianos] aún siendo culpables y mereciendo la muerte, empezaron a conmover los sentimientos de misericordia del pueblo…” (Anales xv, 44).
Por primera vez en la historia reciente de Turquía, la prensa nacional está denunciando una vez tras otra incongruencias en la investigación, las pruebas destruidas o manipuladas, y la parcialidad del sumario preparado por el fiscal del Estado para juicio de los asesinos de Malatya. Por primera vez se está alzando una voz unánime para que se llegue hasta el fondo de la cuestión y se castigue, no sólo a los autores de los hechos, sino a aquellos que desde la sombra los instigaron y son los autores intelectuales. Más aun, por primera vez los medios de comunicación están haciendo examen de conciencia y aceptando su mea culpa, por los años de difamación anti-cristiana con lo que han bombardeado la opinión pública de este país, espoleando a los sectores más radicales para que teman-odien a los cristianos.
Creo firmemente que el Señor no sólo está permitiendo todo esto, sino que lo va a usar para desmenuzar el caparazón de extrema dureza en el corazón de tantos en estas tierras, que por motivos históricos, sociales y espirituales parece hoy impenetrable. Lo que sí es indudable es lo que el Señor quiere que hagamos ahora. Y llegamos así a nuestra última cuestión:
¿CUAL DEBE SER NUESTRA REACCIÓN? Dentro del extenso abanico de los creyentes, unos dirán “lo que debemos hacer es reclamar justicia y apelar a todos los organismos oficiales posibles”. Otros dirán “hemos de poner la otra mejilla…” Creo que las dos reacciones son caras de la misma moneda. Lo importante es con qué espíritu lo hacemos. En el primer caso ¿con rencor?; en el segundo caso ¿con espíritu de servilismo? En los dos casos debemos hacerlo ¡con amor, fe y esperanza!
Hará cosa de tres años me llamaron de la jefatura de policía en Estambul para interrogarme. A medida que me tomaban declaración, un superior desde su oficina, de tanto en tanto gritaba: “¡Que no se lo invente!” Hubo un punto en el que no me pude aguantar y le grité yo bien molesto: “¡Ya que lo sabe usted todo mejor que yo, si quiere haga usted la declaración y firme usted mismo!”
Inmediatamente sentí una punzada en el corazón: “¿Reaccionaría igual el Señor en mi lugar?” Esa semana Él me respondió: “Bueno es para el hombre… que dé la mejilla al que lo hiere; que se sacie de oprobios” (Lm.3:30). Aquel que dio sus “mejillas a los que le arrancaban la barba; y no escondí o su rostro de injurias y esputos” (Is.50:6) a la vez cuando fue abofeteado “…respondió: Si he hablado mal, da testimonio de lo que he hablado mal; pero si hablé bien, ¿por qué me pegas?” (Jn.18:23).
Es decir, debemos encajar las agresiones sin permitir que hagan mella en nuestra paz interna, nuestro amor y nuestra entrega; a la vez que debemos seguir clamando a los poderes públicos y por todos los medios: “¿Por qué, por qué, por qué…?” hasta que ellos mismos reaccionen. ¡Y en esto la acción, intercesión y ayuda de los creyentes de todo el mundo ha sido, es y será la que marcará la diferencia!
Como dice el documento “Llamada a la acción de Ciudad del Cabo 2010. Para el mundo al que servimos” en su punto III.2:
“De la misma forma que nos afligimos por los que sufren, recordamos el dolor infinito que Dios siente por los que se resisten y rechazan su amor, su evangelio y sus servidores. Anhelamos que se arrepientan y sean perdonados para encontrar el gozo de estar reconciliados con Dios.”
1. Desde una perspectiva cósmica, la Iglesia no es de este mundo y no debe retraerse a una búsqueda de la comodidad. La Iglesia no debe desvivirse por evitar la persecución, sino por alcanzar la meta del Evangelio: ayudar a que muchos más en el mundo renuncien a la ‘oscuridad’, sin importar el coste.
2. Desde una perspectiva social, a pesar de todas las injusticias, debemos aprender a amar a las sociedades hostiles y vencer todo odio con el perdón, y la determinación de vivir y proclamar el Evangelio. No se trata de transigir con la injusticia, sino de denunciarla con el aplomo del mensajero de justicia.
No debemos cal lar, sino hablar más alto… No debemos echar un paso atrás, sino seguir hasta la meta… No debemos retraernos, sino amar “hasta el fin…” (Jn.13:2, 1) No debemos vivir centrados en nuestro mero bienestar, sino para que muchos más alcancen el bienestar eterno. Válganos los versos de uno de los mártires de Malatya, Necati Aydin, y sus palabras premonitorias, de reflexión final sobre cual debería ser nuestra actitud hacia la vida y la muerte, y cómo deberíamos aprovechar toda oportunidad y medio aquí, para alcanzar la meta: