«El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas noticias a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor» (Lucas 4:18-19, NVI).
Después de leer estas palabras del rollo del profeta Isaías, Jesús afirmó que se habían cumplido ese mismo día. Las implicancias para quienes lo escuchaban eran enormes. Significaba el cumplimiento de algo largamente esperado: la esperanza de que Dios los liberaría de una multitud de dificultades y sufrimientos. Sin duda era la “buena nueva” que esperaban los que vivían en pobreza, sufriendo injusticia, enfermos, dominados, y bajo la futilidad del sistema social impuesto por el gobierno colonial del Imperio Romano.
Una comunidad de jubileo
La frase fundamental que suele pasar inadvertida en Lucas 4:18-19 es “el año del favor del Señor”. Jesús dice que está proclamando que la larga espera ha llegado a su fin. Pero ¿qué quiere decir esto? ¿A qué “año del favor” se refiere aquí? La gente que rodeaba a Jesús en ese momento sabía bien que esa frase era una forma de referirse al año de jubileo. En Levítico 25 se explica que este año marcaba un gran reinicio destinado a deshacer las desgracias, disfunciones e injusticias que habían echado raíces en el pueblo del antiguo Israel.[1]
Pero para quienes vivían en el tiempo de Jesús, la primera pregunta que se les ocurrió, seguramente, fue: “¿Qué es, exactamente, lo que ha cambiado?”. Una pregunta a la que aun Juan el Bautista, aislado en la cárcel por el rey Herodes, también daba vueltas en su mente. A esto, Jesús le dio respuesta: “Vayan y cuéntenle a Juan lo que están oyendo y viendo: Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen alguna enfermedad en su piel son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncian las buenas noticias. Dichoso el que no tropieza por causa mía” (Mateo 11:5-6, NVI). Una vez más, Jesús destaca que, en Él y en Su venida, la profecía de Isaías finalmente se estaba cumpliendo. Algo poderoso y notable estaba sucediendo en el mundo. Los que no tenían valor para la sociedad ahora eran reconocidos; los excluidos eran recibidos, y los desvalidos y olvidados recibían atención. La esperanza estaba surgiendo, y sin duda, llegaría a todos, aun a los marginados.
Es importante recordar esto cuando seguimos el relato que hace Lucas de los acontecimientos ocurridos después de la resurrección de Jesús. En el libro de Hechos, la comunidad formada alrededor del Mesías llamado Jesús muestra las mismas características señaladas por el profeta Isaías. Lo que maravillaba a los apóstoles y los seguidores de este Jesús fue cómo Él los comisionó a ser “testigos” de lo que Él había comenzado a hacer, y el poder otorgado a ellos que acompañaba ese mandato (Hechos 1:8). Después de la historia de Pentecostés, leemos sobre el “testimonio colectivo” de una comunidad de fe, marcado por vidas que anticipaban el orden correcto del reino de Dios. Rápidamente, el resultado del jubileo se tradujo en una comunión (koinonia) en doctrina, oración, liturgia y cuidado del bienestar mutuo (allelous) tan radical que “no había ningún necesitado en la comunidad” (ver Hechos 2:42-47, cp. Hechos 4:32-37).[2] Cualquiera que conociera la Torá, en ese tiempo, seguramente recordaría la visión y admonición de Yavé en Deuteronomio 15:1-11, para asegurar que, en el pueblo de Dios, los necesitados recibieran atención. Hasta dedicaron a un grupo de personas que sería responsable de esta tarea de servicio compasivo, de modo que los apóstoles pudieran concentrarse en su ferviente ministerio de enseñanza (Hechos 6:1-6).
Lucas nos dice que esta clase de “vida en comunidad” ganó, no solo el favor de otras personas, sino además el ingreso regular de quienes también querían participar de esta extraña clase de unidad. El impacto inmediato fue inconfundible: “Y la palabra de Dios se difundía: el número de los discípulos aumentaba considerablemente en Jerusalén e incluso muchos de los sacerdotes obedecían a la fe” (Hechos 6:7). Podríamos preguntarnos cómo aun los mismos maestros de la ley, como Nicodemo, influyeron en favor de esa nueva comunidad. ¿Sería alguna estrategia oculta? ¿Estaban tratando de no perder vigencia? ¿O deseaban atraer la atención hacia sí mismos? No; simplemente, eran fieles al ejemplo del Mesías que les había dado la visión de una nueva forma de vivir (Juan 13:15-17).[3]
“Amen a su prójimo…”
“Amen a sus enemigos…”
“Ámense unos a otros como Yo los amé a ustedes…”
“Que su luz brille delante de los demás…”
Como mínimo, debemos decir que para la comunidad pionera de seguidores de Jesús, el amor no era cuestión de estrategia, sino simplemente el costo de ser discípulos de un hombre que no vino “para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45).
Una comunidad enviada
Poco después, solo unos capítulos más adelante en el libro de Hechos, Lucas también nos cuenta que la recepción positiva que la comunidad de discípulos disfrutaba se convirtió en persecución. Se produjo un choque con los líderes de la religión judía. Como era de esperar, el martirio fue el camino de quienes proclamaban la Buena Noticia como Jesús (Hechos 7). Por consiguiente, la comunidad reunida en Jerusalén se dispersó en las regiones cercanas, tal como Jesús había planeado previamente que se extendiera su testimonio: de Jerusalén, a Judea, a Samaria y hasta los confines de la tierra (Hechos 1:8). Así pues, ellos “predicaban la palabra por dondequiera que iban” (Hechos 8:4) y, en el caso de la ciudad samaritana, la Buena Nueva trajo gran alegría (ver v. 8), lo que nos recuerda el controvertido encuentro entre Jesús y la mujer samaritana (Juan 4:1-42).
Puede decirse que la mortal persecución “los envió afuera” (en latín, missio), y así salvó la vida de la comunidad del jubileo. Esta dispersión profundizó la ruptura de las barreras sociales, dado que la Buena Nueva cruzó del ámbito de la nacionalidad, la fe y la cultura judías, a las diversas personas, regiones y religiones del Imperio Romano. En el proceso, ese primer atisbo del jubileo se libró de convertirse en un idílico retrato limitado a la imaginación del pueblo judío. Cuando los creyentes dispersos viajaron a lugares tan lejanos como Fenicia, Chipre y Cirene, se vieron confrontados con una nueva realidad producida por la irrupción del reino de Dios. De manera contundente, el apóstol Pedro se dio cuenta de esto: “…si Dios les ha dado a ellos el mismo don que a nosotros al creer en el Señor Jesucristo, ¿quién soy yo para pensar que puedo estorbar a Dios?” (Hechos 11:17).
¡La promesa del jubileo será una realidad que podrá vivir el resto de la humanidad! Sí, pero tomará forma de maneras distintivas y peculiares.
Guiados por el Espíritu de Dios, los apóstoles y líderes se dieron cuenta de que su comunidad de fe no debía ser domesticada y debería trascender los límites de la religión judía.[4] Una temprana indicación de esto es que fue en Antioquía, no en Jerusalén, y entre seguidores de Jesús no judíos, que tuvo origen el nombre reconocible de la comunidad de fe (que se utiliza hasta hoy): “cristianos” (Hechos 11:25). A esto le sigue un giro muy interesante, lo que podría considerarse el primer concilio misionológico: la resolución de que sería bueno para la causa de la Buena Nueva dejar libres de la trampa de las costumbres judías a los seguidores de Jesús que no eran judíos (Hechos 15:1-31). A partir de ese momento, quedaría en manos de esos nuevos miembros de “la comunidad de Jesús” desentrañar las serias implicancias de ser una “comunidad cristiana” viviendo en los contextos, las culturas y los asuntos cotidianos de la vida en Corinto, Tesalónica, Éfeso y otras ciudades del mundo grecorromano.[5] Un buen ejemplo de esto es el choque con la lealtad política que los devotos ciudadanos de Roma veían como inevitable para los cristianos: “…actúan en contra de los decretos del césar, afirmando que hay otro rey, uno que se llama Jesús” (Hechos 17:7).
Gran parte de la carga de desenredar las implicancias de que la Buena Nueva echara raíces en nuevos contextos y comunidades nuevas cayó sobre las espaldas del apóstol Pablo. Carlos René Padilla, un teólogo ecuatoriano, lo expresó bien al decir que esta tarea “tenía como fin hacer discípulos en cuya forma de vida se reprodujera el ejemplo de Jesús: un ejemplo de amor incondicional por Dios y por el prójimo, de humilde servicio y solidaridad con los pobres, de compromiso con la verdad e inquebrantable oposición a toda forma de hipocresía”.[6] Considerado “el apóstol a los gentiles”, Pablo escribió numerosas epístolas, varias de ellas, enviadas desde la prisión, como un testamento del enorme desafío que implica “hacer discípulos a todas las naciones” (Mateo 28:19-20). ¡Realmente es una Gran Comisión!
Al final del libro de Hechos, vemos al apóstol Pablo detenido en Roma, pero voluntaria y firmemente fiel en continuar su labor de enviar la noticia de la venida del reino de Dios (Hechos 28:30-31).
Una comunidad sostenida
Debemos señalar que, durante los siglos siguientes, el mundo romano vio una oleada sostenida de “testigos” que continuaron dando, no solo testimonio de su fe, sino evidencias concretas de la realidad del reino de Dios en medio de ellos.[7] Una poderosa realidad animada por la visión del jubileo motivó que diversas clases de personas se integraran en una misma comunidad de fe, trascendiendo el egoísmo, la inseguridad y el temor que con frecuencia echan raíces en el corazón humano. Mientras recibían la enseñanza de orar para que el reino de Dios viniera y la voluntad de Dios se hiciera en la tierra como en el cielo (Mateo 6:10), también se aseguraban de ser parte de la respuesta a esa petición.
¿Qué sucedió con la iglesia primitiva que continuó la historia después del final del libro de Hechos? Los registros históricos muestran que continuaron fieles a su compromiso de vivir según el discipulado de Jesús:
“El tipo de cuidado —revolucionario, comparado con la sociedad pagana—que se extendía, en principio, a todos los miembros de la comunidad que estuvieran en necesidad, muestra que el uso de las expresiones “hermano” y “hermana” que se utilizaban en las comunidades cristianas no eran meras palabras vacías. Se brindaba atención, sobre todo, a viudas, huérfanos, ancianos, enfermos, aquellos que no podían trabajar, desempleados, encarcelados y exiliados, cristianos que estaban de viaje y todo otro miembro de la iglesia que tuviera alguna necesidad especial. También se cuidaba que los pobres recibieran una sepultura decente.
Es digno de resaltar especialmente el cuidado de las comunidades cristianas hacia los desempleados y los que no podían trabajar entre ellos. Se insistía en que quienes pudieran trabajar, lo hicieran; aun, se les conseguía trabajo, en la medida de lo posible. Pero cualquier persona que ya no pudiera trabajar tenía la seguridad de recibir el apoyo de la comunidad. Tenían un sistema de ayuda para el empleo y una red de seguridad social que era única en el mundo antiguo”.[8]
No es de extrañarse, entonces, que hasta un emperador romano quedara avergonzado cuando esta manifestación de amor se extendía más allá de los confines de la comunidad cristiana. El emperador Juliano (361-363) afirmó: “Los cristianos no solo alimentan a sus pobres, sino también a los nuestros. […]. Los nuestros buscan en vano la ayuda que nosotros deberíamos darles”.[9]
Conclusión
Holístico, integral, transformacional, con forma de cruz, misional; son todas palabras que han sido utilizadas para describir este poderoso testimonio colectivo. Ellas recapturan o reenfatizan la amplitud y la profundidad de lo que significa ser parte de la revolucionaria comunidad de Jesús, cuya cautivante historia se cuenta, por primera vez, en el libro de Hechos.
Como seguramente lo entendió el emperador Juliano, cuando una persona es amada por la comunidad cristiana, no falta mucho para que también sea abrazada por el mensaje cristiano.
Notas
- To read more about the Jubilee and its formative influence in the life of the early followers of Jesus, see Ched Myers, The Biblical Vision of Sabbath Economics (Washington: Tell the World, 2008).
- John Stott noted two aspects of koinonia as it is used in the book of Acts: what the believers ‘share in together’ and what they ‘share out’ together. ’Koinonia in the New Testament concerns not only what we possess but what we do together, not only our common inheritance but also our common service,’ he wrote. John Stott, One People (New Jersey: Revell,1986), 87.
- David Zac Niringiye remarked that the ‘growth’ experienced by the believers in the book of Acts runs contrast to much of today’s church growth theories and practices in the sense that the latter ‘lay a great emphasis on strategies and methods rather than the faithful life and witness of believers.’ David Zac Niringiye, The Church: God’s Pilgrim People (Carlisle: Langham, 2014), 133.
- Craig van Gelder suggests that the way to understand the missional calling of the church is to understand the ministry of the Spirit especially in the church’s formative stage and the quick instance of the need to keep with a continuous ‘forming’ (or reforming) as shown in the book of Acts. Craig Van Gelder, The Ministry of the Missional Church: A Community Led by the Spirit (Grand Rapids, MI: Baker Books, 2007), 24, 40.
- Melba Padilla Maggay’s perspective on the dynamics of Gospel and culture is worth citing here: ‘Christianity is a global religion that is at the same time incarnational…Being incarnational in witness means that we take seriously a culture’s themes and construct a culture-specific message that truly speaks to that culture…It is time to move away from a transnational model of mission to an incarnate one, with a gospel that is shaped autochthonously.’ Melba Maggay, Global Kingdom, Global People: Living Faithfully in a Multicultural World (Carlisle: Langham, 2017), 124-125.
- C. René Padilla y Tetsunao Yamamori, La iglesia local como agente de transformación. Una eclesiología para la misión integral (Buenos Aires: Kairos Ediciones, 2004), pág. 31.
- For a landmark and thorough study of the ‘shared life’ of the early Christian community in the second and third centuries (pre-Constantinian period), see Helen Rhee, Loving the Poor, Saving the Rich: Wealth, Poverty, and Early Christian Formation (Grand Rapids, MI: Baker Academic, 2012).
- Gerhard Lohfink, Jesus and Community: The Social Dimension of Christian Faith (Philadelphia: Fortress Press, 1984), 155.
- As quoted in Stephen Neil, A History of Christian Missions (New York: Penguin, 1964), 37-38.